No podían entender que quisiera quedarse.
En ese lugar, a tiro de piedra de la oficina, rebosante de aceites de todas épocas. Aunque –seamos justos-, pedir comprensión hubiera sido pedir demasiado.
Durante las pausas de tabaco con cafeína él permanecía tras su puerta. “El antisocial ese, no para de trabajar”, leía el humo de la rubia de rojo. Y efectivamente hubiese sido muy productivo, de ser comerciable la nostalgia.
El calvo de bigote siempre se acordaba –después de algunos vasos de memoria- del domingo por la tarde en que llegó a la oficina con cuestionable compañía; al ingresar al vestíbulo se dio cuenta de que la luz de la oficina del fondo estaba encendida. Nunca antes una sorpresa había sido tan burla. “No puede ser, no puede ser…”, comentaba el niño de bigote y abultada panza, mientras en la entrada un cigarrillo se encendía entre unos labios que esperaban, impacientes. Abrió la puerta, y ahí estaba. El antisocial, sentado frente a un escritorio, con el computador encendido. Una mirada no es un saludo. Cerrar la puerta no es una despedida.
Pero ahora sí se habían despedido de él, todos. Volvían al edificio, a hacer lo que fuera que hicieran. Él esperó que se alejaran lo suficiente, elevó la mirada y volvió a contemplar el espectáculo que le llenaba los ojos. Ahí estaba. El sol, apoyado en la ventana de su oficina.
JM
En ese lugar, a tiro de piedra de la oficina, rebosante de aceites de todas épocas. Aunque –seamos justos-, pedir comprensión hubiera sido pedir demasiado.
Durante las pausas de tabaco con cafeína él permanecía tras su puerta. “El antisocial ese, no para de trabajar”, leía el humo de la rubia de rojo. Y efectivamente hubiese sido muy productivo, de ser comerciable la nostalgia.
El calvo de bigote siempre se acordaba –después de algunos vasos de memoria- del domingo por la tarde en que llegó a la oficina con cuestionable compañía; al ingresar al vestíbulo se dio cuenta de que la luz de la oficina del fondo estaba encendida. Nunca antes una sorpresa había sido tan burla. “No puede ser, no puede ser…”, comentaba el niño de bigote y abultada panza, mientras en la entrada un cigarrillo se encendía entre unos labios que esperaban, impacientes. Abrió la puerta, y ahí estaba. El antisocial, sentado frente a un escritorio, con el computador encendido. Una mirada no es un saludo. Cerrar la puerta no es una despedida.
Pero ahora sí se habían despedido de él, todos. Volvían al edificio, a hacer lo que fuera que hicieran. Él esperó que se alejaran lo suficiente, elevó la mirada y volvió a contemplar el espectáculo que le llenaba los ojos. Ahí estaba. El sol, apoyado en la ventana de su oficina.
JM